Ramón Bartolomé Hernández Gutiérrez. Recuerdos

Cuando las últimas sombras se disiparon y el astro de fuego acabó por dispersar sus rayos luminosos sobre cierta parte  de la tierra, desperté, y al abrir los ojos quedé sorprendido de la intensidad de la luz que inundó mi conciencia. Quise seguir durmiendo pero nuevamente me atrajo el haz de claridad viva que se introducía por la ventana. Quedé absorto contemplando su radiante belleza y le agradecí a Dios por sus maravillas. Hacía tanto tiempo que no gozaba de un amanecer tan bello que tuve la tentación de prolongarlo.

Entrecerré los ojos y en la lejanía del ayer pude entrever que cuando preadolescente me costaba trabajo abandonar el lecho por una situación similar a la presente: afuera corría el viento frío de Ciudad Real  y  dentro todo era tibio y confortable. Me dejé llevar por el encanto y ahondando aún más en lo remoto recordé que cuando niño solía salir a calentarme con los rayos de un sol somnoliento que despertaba cada día en el Oriente de mi amado San Andrés, pueblito olvidado que ni en el mapa aparecía; pero, en fin, el lugar que me vio nacer un 24 de agosto de 1953.

Mis entrañables padres Beatriz Gutiérrez Carpio y Ramón Hernández Cancino, comerciantes oriundos del mismo pueblo, quienes tuvieron 9 hijos, de los cuales el último fui yo, cuando mi madre ya tenía 43 años y ya no me esperaban. Se confiaron, mas no tuvieron en cuenta la voluntad del Señor, mi Señor y mi Dios que quiso brindarme la oportunidad de ser feliz, porque las muestras de afecto de ellos y de mis hermanos fueron únicas, llenas de amor.

El hondo cariño hacia mi padre no era más que correspondencia genuina a las múltiples atenciones que él me prodigaba, ya que había observado que era él quien antes de irse a misa de 6, me llenaba una jicarita que había clavado a propósito en la cabecera de mi cama, con el fin de que todos los días, al despertarme, la encontrara llena de galletas de animalitos, jugara con ellas, las comiera y volviera a dormirme.

A esas alturas de mi vida, no conocía  ser tan bondadoso como a “Don Ramón” que así oía que  lo llamaban, con sumo respeto mis paisanos. Nadie como él me montaba en su pierna izquierda y la movía para que imaginara que iba “en pelo” en un brioso corcel. Todavía no conocía las historias de vaqueros, si no, ¡cuántos pieles rojas hubiera matado en mis correrías! Era tan feliz cuando me restregaba en mi mejilla su barba de dos días; sentía que me raspaba, pero volvía a acercarme nuevamente.

Nunca supe cómo aprendí a amar a Dios, porque simplemente lo asocié con la figura paterna y comprendí que si Dios era un padre para nosotros, entonces tenía que ser misericordioso y bueno como mi papá, pero en grado superlativo: infinitamente bueno y providente de vida, salud, alegría e inteligencia; fue fácil porque desde muy temprano viví de cerca la ternura y el amor. Ya de grande comprendí  que las cosas no se dan sólo porque sí, sino que tienen una razón de ser: el Espíritu Santo es quien nos ayuda a aceptar con naturalidad muchos misterios.

Qué gran ejemplo de nuestros padres y cuánta sabiduría; recuerdo fielmente que un domingo por la noche mi madre se me acercó y me dijo: -Hijito, mañana lunes comenzarán tus clases de sexto grado y como tú nos has expresado que deseas estudiar la secundaria, entonces te levantarás un cuarto de hora antes de la 6 y acompañarás a tu papá para la misa, porque conviene que te acostumbres a levantarte temprano, pues no sabemos a qué hora te tengas que levantar cuando estudies en San Cristóbal.

Cuando ingresé al Seminario no tuve ninguna dificultad para levantarme al toque de la campana, pues ya tenía un año de práctica. Fue ella quien me indujo a la literatura desde antes que aprendiera a leer porque solía contarme cuentos muy bellos, al grado de que donde ella iba, yo iba tras de ella, casi como cogido de su falda, solicitándole:

-Cuéntame otra vez el cuento de Alí Babá y los cuarenta ladrones; -pero hijito, si ya te lo conté más de veinte veces.

–Sí, pero cuéntamelo una vez más.

Proceso de conversión

Fue así que cuando aprendí a leer me hice adicto a la lectura de comics, situación que me ayudó sobremanera, ya que cuando ingresé a la secundaria, nunca más volví a leer una revista ilustrada y comencé con la lectura de obras literarias, situación que me acompañaría gran parte de mi vida, hasta que a los 29 años, cuando comenzó mi proceso de conversión, mis intereses cambiaron, sencillamente porque me entró la ansiedad de conocer las Sagradas Escrituras y todo lo relativo a la Tradición católica que aún a estas alturas de mi vida continúo ahondando, hasta que mi Señor me llame.

Siempre agradeceré a Dios por haberme dado unos padres tan excelentes, ya que a pesar de que sólo habían estudiado hasta el tercer grado de primaria, eran asiduos lectores de obras literarias. Recuerdo que como mi padre tenía que viajar todos los lunes a Jovel para comprar la mercancía para la tienda, mi madre siempre le decía en la noche del domingo:

--Hijito, no vayas a olvidar el capítulo de los Bandidos de Río Frío.

Era placentero escuchar a mi madre leerle a mi papá en voz alta cuando ya estaban acostados. Esa buena costumbre se fue perdiendo a través del tiempo, sobre todo cuando llegó la radio a mi pueblo y las novelas radiofónicas enturbiaron el ambiente cultural de mi hogar. Y es que leer implica entusiasmo, empeño y responsabilidad. Las tres son condiciones absolutas para el éxito de esta empresa.

Leer es una de las actividades más provechosas y recomendables para el que quiere aprender. El saber leer es una habilidad especial. Requiere ante todo de voluntad y paciencia. La capacidad de aprender a leer, está en relación con el interés y empeño que se ponga en ello. Hace falta que el prestigio de la lectura aumente en toda la sociedad.

Una vez que esto se haya logrado, nadie seguirá considerando la enseñanza de la lectura como la simple alfabetización, el mero aprendizaje de una habilidad, sino como la adquisición de un medio esencial para obtener una experiencia placentera, el enriquecimiento espiritual y cultural, la consolidación de la identidad individual y, la herramienta más útil para el estudio, el trabajo y la superación personal.

Llamado de Dios a la docencia

Después vino la época escolar y el descubrimiento de mi vocación. Todo comenzó aquella hermosa y espléndida mañana de primavera, cuando el trino de los pájaros alcanza su máxima algazara y el suave viento acaricia y da frescura, en oposición al fuerte sol que quema, pero que alegra y da vida al medio ambiente.

En ese marco encantador que brinda el clima de la montaña de aquel humilde pueblo, enclavado en el bloque central de nuestro estado, mientras jugaba con mis compañeros en la cancha de basquetbol de la escuela, de pronto me detuve momentáneamente, acaso para nutrir mis pulmones del purísimo oxígeno alteño; observé detenidamente mi entorno y pude percibir con claridad la algarabía que emanaba de aquel centenar de chiquillos sudorosos, quienes correteaban incesantemente en el único espacio escolar, con el afán de divertirse al máximo durante los treinta minutos que duraba el recreo, tan ansiado y esperado cada día de clases.

También me fijé en los maestros que platicaban, algunos quizás de cosas intrascendentes y otros tal vez de sus avances programáticos. Los envolví con una mirada tierna de admiración y agradecimiento y al instante pensé: -Algún día seré uno de ellos. Todavía hoy, cuando mis sienes delatan que el otoño de mi vida ha llegado, sigo recordando con cariño a mis queridos maestros, porque sé que sin el honrado testimonio de muchos de ellos, difícilmente se me hubiera antojado ser maestro.

Muchas veces en mi vida he vuelto a recordar aquella remota imagen escolar infantil y me alegro de ser agradecido y de reconocer que aquel hermoso día primaveral, recibí el llamado de Dios a la docencia y me siento feliz de haber descubierto a tan temprana edad mi vocación y, de saber que de similar manera, miles de profesores son llamados, aunque por diversos modos, pues para ser maestro se exige sentir placer en influir en la vida de los niños y de la juventud.

Me uno a Albert Camus que dijo: “Lo único que me entristece es que pudiendo hacer tanto, nos atrevemos a hacer tan poco”. Al contemplar el horizonte que da la impresión que se une con el cielo, mi esperanza crece porque sé que mientras haya maestros responsables y dignos, la humanidad seguirá caminando en la búsqueda de la Verdad, porque sólo ésta nos hará libres (Cfr. Juan 8, 32).

“…la mano en el arado…”

Anoche se nos fueron las horas platicando con Paco, nuestro único hijo soltero, quien regresó de la comunidad donde labora. Me agradó mucho percatarme del interés que manifiesta por sus alumnos de bachillerato, sobre todo porque los impulsa a que salgan de su terruño para seguir preparándose. En ese momento recordé gratamente al padre Luis Guillén, quien con su rictus característico nos recomendaba firmemente  no regresar a nuestro pueblo, pues según él, ahí nos pudriríamos. Le agradezco mucho a nuestro padre espiritual su afán de que no retrocediéramos, tenía tanta razón.

El paso que ya habíamos dado era formidable y regresar hubiera sido un gran fracaso. “El que pone la mano en el arado y mira hacia atrás, no sirve para el Reino de Dios” (Lucas 9, 62). Ese bello recuerdo me indujo a decirle a mi hijo que no desaprovechara ocasión alguna para que siguiera motivando a sus alumnos y a los padres de ellos a hacer un esfuerzo por continuar su preparación académica, pues precisamente eso había ocurrido conmigo.

En mi pueblo,  todo mundo terminaba sus estudios con el sexto grado de primaria; mis hermanos no fueron la excepción. Sin embargo mi maestra Ninfa Chavarín Amador, del estado de Nayarit, a quien recuerdo con inmensa gratitud, en el convivio de clausura de sexto grado, habló con mi mamá y le dijo: -Señora, hagan lo posible para que Ramón continúe sus estudios; estoy segura que no los defraudará.

Ese acontecimiento influyó, aunado al Espíritu de Dios que envió a monseñor Samuel Ruiz García a visita pastoral a mi tierra, situación que aprovechó mi padre para expresarle nuestra necesidad, de tal manera que de pronto me vi ya interno en el Seminario Conciliar de San Cristóbal de las Casas, como uno de los fundadores de la Secundaria Las Casas.

Qué día aquel de tantas lágrimas, jamás había llorado tanto al despedirme de mi amado padre; la ruptura de mi mamá y de mi terruño fue muy dolorosa. El último domingo que pasé en aquel lugar tan amado lo aproveché para despedirme hasta del último árbol de ciprés que encontré en mi camino rumbo a las campiñas en las que solía soñar sobre mi futuro.

Como cuando tenía ocho años, tendido de bruces sobre el pasto y saboreando una jugosa pera de esas que el tío Milo maduraba introduciéndolas entre los granos de café, yo no imaginaba que hubiera otra forma de vida más hermosa y placentera como la que observaba en mi hogar, a pesar de que hacía comparaciones con familias vecinas.

Absorto en mis pensamientos, apenas si notaba la agudeza de los rayos del sol que caían sofocantes ese lindo día de verano. Soñaba: -Cuando sea grande seré como mi papá; tendré una tienda de abarrotes, me casaré con una muchacha de aquí del pueblo, tendremos muchos hijos y viviremos felices para siempre. Cada lunes iré a San Cristóbal a comprar la mercancía y les traeré a mis hijitos esos ricos pastelitos de manjar que venden allá.

Salto cualitativo

Mi estancia de tres años en el seminario, de 1967 a 1969, considero que fue lo más bello que pudo ocurrirme, una gracia muy especial que Dios me regaló, un salto cualitativo que coadyuvó sobremanera en mi formación, pues ahí conocí a muchas personas con grandes virtudes y valores que fueron gran ejemplo para mí, pues en ese tiempo era un chico regordete, opacado, con muy baja autoestima y tremendamente tímido, al grado de sonrojarme por cualquier cosa, “silvestre”, como solía llamarnos nuestro maestro de matemáticas, el profesor Félix García Hernández, a los que nos costaba entender las ecuaciones.

Los primeros días fueron difíciles ya que por las noches lloraba en silencio recordando a mi madre sobre todo. La situación se hizo más  crítica cuando percibí hostilidad de parte de algunos internos, como cuando estando sentado leyendo un libro de texto, alguien, incitado por otro, llegó hasta donde estaba y tomándome por sorpresa aprisionó mi nariz con sus dedos como garfios y me derribó violentamente, con la  complicidad burlona de los compañeros que estaban presentes.

Ese momento fue traumático para mí pero afortunadamente nunca más pasé por otra vergüenza, gracias a Tomás Nangullasmú que se tornó en mi defensor, ya que éramos vecinos de cama en aquel gran dormitorio de la planta alta del comedor. Las afrentas que recibí en aquel entonces todo lo considero  como simples chiquilladas propias de nuestra edad. El pasado ya no existe; hoy todos mis antiguos camaradas son mis hermanos muy amados en el Señor.

Las experiencias académicas fueron maravillosas, ya que tuvimos catedráticos muy sabios que supieron influir profundamente en nuestro ser, como cuando el padre Bulmaro Gordillo nos invitaba a su habitación para  educar nuestro oído, escuchando a los grandes maestros de la música clásica. Qué momentos tan sublimes aquellos, sobre todo porque ese aprendizaje significativo me acompañaría de por vida.

De dónde si no del Seminario obtuve el entusiasmo de investigar el significado de cada palabra que no comprendo, de cada etapa o momento histórico, de cada personaje importante, de cada lugar geográfico desconocido; del ansia de viajar en el vasto universo de la literatura para sentir el placer estético emanado de ella.

Era tanta mi afición que al tercer día de mi vida matrimonial, Vicky, mi amada esposa, no tuvo más que solicitar mi atención diciéndome: -Negrito, a mí me gusta platicar y veo que no dejas tu libro. Desde ese momento lo cerré y sólo leía por momentos cuando iba al sanitario o durante la noche cuando ella ya dormía. Tuvieron que transcurrir varios años para que me aceptara como tal y ella misma me regalara un paquete de quince de las más bellas obras literarias.

Cuando honestamente comprendí que no tenía vocación para el sacerdocio, le expresé a monseñor Raúl Mandujano mi decisión y posteriormente a mis padres que se entristecieron mucho; sin embargo me siguieron apoyando para que siguiera estudiando.

“Esa chica ya está apartada…”

Ya como profesor en el pueblo de Petalcingo, municipio de Tila, Chiapas; cierta tarde calurosa, después de las labores cotidianas, reunidos alrededor de una mesa de 80 por 80, varios compañeros decíamos salud alegremente, cuando entró Virgilio Álvarez Solano, a quien en el Seminario apodábamos “El Kilo” por ser de pequeña estatura. Habíamos estado internos en el Seminario, ahora él era mi director en la Escuela Emiliano Zapata.

Ya no era aquel pequeño pues con el desarrollo y la vida deportiva que llevaba, había ganado estatura. Lo primero que nos dijo fue:

 -Acaba de llegar una maestra muy guapa que trabajará con nosotros. -Ni tardo ni perezoso y alzando la voz, expresé:

-Compañeros, esa chica ya está apartada y cuidado con meterse con ella.

Al conocerla me cautivó su presencia hermosa, el color de su piel, sus labios que me incitaron a besarlos, su cabello ensortijado y la esbeltez de su cuerpo. Su mirada, su sonrisa, su seguridad. Entonces vino lo difícil, ¿cómo enamorarla en un lugar donde hasta los viejos les “coyolearon  los ojos”?, a decir del padre Roberto Copoya de feliz memoria.

Comencé a rumiar una estrategia que al final resultó eficaz. En ese tiempo las hojitas de rasurar traían una doble envoltura. Utilicé la interna que  era casi transparente y ahí le escribía unas cartitas que le enviaba con un alumno. Pasó el tiempo y en una ocasión que tuvimos un seminario académico en Yajalón, cabecera de la zona escolar a la que pertenecíamos, la invité al cine junto a su mejor amiga; ya ella le había dicho:

-No le vayas a hacer caso al profesor Ramón porque tiene novia, es la maestra a quien tu viniste a sustituir y que se cambió precisamente a Simojovel, tu tierra.

Tal parece que no atendió a la recomendación de la amiga, porque en la oscuridad le di un beso en la mejilla, ella simplemente se volteó y me ofreció el perfume de su linda boca.

El tórrido romance que vivimos culminó con nuestro matrimonio civil, ahí en Petalcingo de nuestros amores, el 23 de octubre de 1976. En una de las visitas a mis padres que ya vivían en Ciudad Real, mi mamá nos comentó que mi padre ya muy enfermo le había comentado que no moriría en paz si no nos casábamos por la Iglesia, cosa que no pensamos mucho y nos casamos en el Templo de Mexicanos el 24 de diciembre del mismo año 1976.

Somos felices

De nuestra relación matrimonial procreamos 4 hijos, quienes nos han dado la alegría de 6 nietos y uno más que viene en camino. Desde el año 2004, después de jubilarnos, vivimos en el Jobo, Tuxtla, donde nos hemos dedicado a la catequesis tanto infantil como de adultos. Somos felices pese a las enfermedades y lo más bello que nos ha sucedido es habernos encontrado con un Dios infinitamente bueno y misericordioso que nos espera en su Reino Celestial. Con cariño para mis amigos calcontas.

Comentarios

Entradas populares de este blog

José Manuel Mandujano Gordillo. El Seminario o cómo salir de la casa paterna

Humberto Blanco Pedrero. La línea de mi vida.

José Luis Aguilera Cruz. Autobiografía