Jorge Antonio López Hernández. Vivencias de una historia jamás contada 1951-2020
En un lugar del sureste, de cuyo nombre no puedo ni debo (porque no quiero) olvidarme, llegue a esta hermosa dimensión en el corazón de una bella familia que, a pesar de sus carencias tanto económicas como culturales, me proporcionaron la oportunidad de iniciar la educación primaria en el Colegio Mariano N Ruiz, conocido como “la escuela del padre”, pues su fundador y director general era el padre Carlos de Jesús Mandujano García, nada menos.
Pero no vayan a pensar que llegué ahí porque mis padres tuvieran los recursos suficientes para pagar la colegiatura correspondiente y mantener mi estancia en dicha institución; pues es un colegio particular de gran prestigio en Comitán y en sus alrededores, entre las muy buenas y no menos serias instituciones escolares, tanto estatales como federales.
Esas instituciones, a su vez, también competían por ser la mejor; situación muy loable y plausible, pues los directamente beneficiados de dicha sana competencia fuimos los alumnos involucrados; estudiantes comprometidos para colocar en lo más alto del pedestal a su institución, hecho que, lejos de ponernos en pugna personal, nos enseñó a practicar la sana convivencia y la buena amistad con los integrantes de las otras escuelas, muy respetables instituciones.
Bueno, esa es mi percepción muy personal, ya que, como decimos en Comitán, yo siempre he sido “chamarra de bolo” o “peshpe de chucho”; situación redituable con buenos dividendos en amistades y relaciones con personas inteligentes, cultas y más preparadas, a lo largo de mi nada envidiable existencia.
Pero, como ya me estoy desviando del tema central y, en particular, de este pequeño relato que no sé ni cómo va a terminar; pues, todavía no comenzaba cuando ya tenía la frase final (sin saber si será el final final); pero, en fin, seguiré continuando: al terminar la primaria y después de completar algunos trámites indispensables, llegué a la casa maternal de la Inmaculada Concepción en febrero de 1966; es decir, al Seminario Conciliar de Chiapas, ubicado en calle Julio M. Corzo 16 de Ciudad Real, San Cristóbal de Las Casas, Chiapas.
¡Chingón!
¡Ayayay! ¡Uyuyuy! ¡Que emoción, que acontecimiento tan especial, único e indescriptible! Y, perdón; pero, para no aburrirlos con palabrería insulsa, fue un momento así de… ¡Puta, chingón! Pues, hasta los guantes se me caían; es decir, los calzones (como coloquial y vulgarmente se les dice en comiteco); nos recibió el mismo rector del seminario, monseñor José Raúl Mandujano García, un hombre de mirada noble y tierna pero fuerte, irradiante de santidad en todos y cada uno de sus gestos.
Y digo “nos recibió”, porque llegamos en un grupo encabezado por monseñor Carlos de Jesús Mandujano García, hermano del rector; seguido de don Fidelio Guillén, papá de mi gran compañero y amigo de siempre, desde párvulos, José Guillermo Guillen Martínez; y, por supuesto, mi papa, el señor Gonzalo López Hernández; y, al final, como siempre, como ¡coyol de chucho¡, su servilleta, papel periódico, dando vuelta y vuelta como ala de sombrero; y la cabeza como exorcista, tratando de no perder detalle alguno.
Ya todos se lo imaginan; pues, de una u otra forma, también a muchos de ustedes algo extraordinario les sucedió; por lo mismo, ni caso tiene entrar en detalles; ese fue el principio de una larga cauda de etc., etc., etc. Lo recalco, una nueva etapa de mi vida daba inicio con nuevos compañeros de pupitre, nuevas formas de convivencia social con reglamentos estrictos, horarios específicos y puntuales de principio a fin del día.
Tal situación en ningún momento fue obstáculo para agenciarme nuevos amigos, comenzando por los previa peluta, quienes, sin duda, siguen en mi corazón, palabra y pensamiento; y son: José Luis Aguilera Cruz, Mario Díaz Carpio, Mauro González Frías, Jose Isabel González Gómez, José Guillermo Guillén Martínez, Antonio Girón, Agustín Hernández , Antonio Juárez Hernández, Tomás Nangullasmú Hernández, José Salas Castellanos, Fernando Suárez Robles y Heriberto Velazco Castañeda.
Conmigo, un grupo compacto en número pero muy amplio en alegría; todos llenos de sueños y energía, listos para hacer las más arriesgadas travesuras, tanto en clases, como fuera de ellas; ya fueran en el dormitorio o en el comedor y, por qué no, hasta en los momentos de castigo o incomunicación, frecuentes en algunos osados compañeros a quienes les funcionaba el cerebro a mil por hora.
Había quienes se escapaban del dormitorio con la ayuda de un cómplice poste de teléfonos; o quienes dibujaban bigotes con grasa de zapatos a los compañeros de sueño pesado; y otros más valientes se deslizaban en las noches hasta la cocina por el torno del comedor, hasta que una noche ¡oh, sorpresa! una trampa les esperaba; ¡vaya bienvenida! Una bella torre de cazos dio la sonora alarma y la presa había caído sin oportunidad de escape. ¡Los lobos mejor se fueron a buen resguardo! Ja, ja, ja, ja.
¡Recuerdos perennes! Como esas cuantas, tantas aventuras de unos y otros atrevidos compañeros, cuya imaginación no tenía ni conocía limites. Y así un día y otro día; una semana y otra; un mes y el siguiente; y así un año; y, de pronto, vacaciones, tanto comunitarias en Socoltenango, como cada quien en su casa; época también de la ordenación sacerdotal del diácono Rodolfo Román, hoy párroco de Santo Domingo de Guzmán en Comitán.
Al año siguiente, 1967, se dieron algunos cambios importantes. Los alumnos de nuevo ingreso ya no cursarían el curso previo, pues daba inicio una nueva faceta de estudios; es decir, se abrían las puertas para darle paso a la inolvidable Secundaria Técnica Las Casas. Quienes en 1966 habíamos iniciado como previos, ahora nos hacían el honor de ser la primera generación, junto con los de nuevo ingreso.
Nuevamente un año más con todas y cada una de sus actividades propias de otro ritmo de estudios y compromisos con la SEP, pues ya eran estudios reconocidos por el estado y, por lo tanto, obligaba la participación en actos cívicos, como desfiles, en los que, con gallardía y elegancia, nuestro abanderado fue Fernando Suárez Robles, de quien, puedo decir con orgullo, todavía gozo de su amistad y afecto… Bueno, eso digo yo; no sé si en realidad él diga lo mismo; pues, ahora ya soy el diablo; pobre, pero diablo.
Del calvario…
Así como se fue el 1966, también el 1967 y de nuevo otro. Entonces, 1968; año de grandes acontecimientos nacionales e internacionales; sucesos, también, en mi existencia y ahora en mis recuerdos, como aquel día, sin fecha ni hora, cuando, por motivos existenciales y muy personales, decidí abandonar mi querido seminario, pero que nunca apartaré de mi alma, pues lo llevo lacrado en mi corazón por todo cuanto viví dentro de sus paredes y me sigue guiando en mi diario ir y venir, aún en esta gran jungla de concreto llamada CDMX.
¡1968, año inolvidable! Toda una vorágine de acontecimientos imborrables: salida del seminario, regreso a la casa paterna en Comitán; mas siempre insatisfecho e indeciso en el diario hacer y deshacer lo hecho. Fue así como el 1 de noviembre de 1968 emprendí la aventura para llegar a esta hermosa ciudad, en ese momento estaba decepcionante; hecha pedazos de Oriente a Poniente a causa de las excavaciones para la construcción de la línea 1 Zaragoza-Chapultepec del tren subterráneo.
El llamado Metro fue inaugurado el 4 de septiembre de 1969 por el entonces presidente licenciado Gustavo Díaz Ordaz, cuya administración estuvo plagada de acontecimientos muy criticados, sin yo enterarme. En ese momento mi diario caminar era para conseguir la subsistencia, pues estaba solo y sin quien me ayudara; por momentos deseaba regresar, pero me detenía para no volver derrotado, como muchos lo deseaban.
Estando empleado en una fábrica de muebles, se presentó la oportunidad de viajar a San Miguel de Allende, Guanajuato, pues ahí se amueblaba un hotel del señor Mario Moreno Reyes, el famoso Cantinflas. Becado por él, ingresé a la Universidad de San Carlos, hoy en día museo; escuela de donde habría salido con un título, pero ¡que va! Gracias a los buenos amigos bolos, y después de tres años de un sinfín de irresponsabilidades mías, finalmente me expulsaron y, entonces, sí; comenzó el calvario.
…Al rescate
Me refugié en el chupe, la grado de hacer frecuentemente escalas técnicas boca arriba en alguna banqueta con el “chile” de fuera (como se decía en la época) y, tal vez, lamido por algún chucho. Pero, una vez más, la mano de Dios se hizo presente. Una tía querida estaba muy enferma y me llamó para vernos por última vez. En su velorio, conocí a la mujer que hoy es mi esposa y compañera.
Ella completo la obra, y me quité del vicio; ahora, juntos guiamos a tres maravillosos hijos, nuestro orgullo y cereza en el pastel. Por hoy, este relato debo concluirlo con mi reconocimiento a esta tierna mujer, enviada por el Señor Dios para mi rescate; y quien me acompaña, en las buenas y en las no tan buenas, desde hace 46 hermosos años; su nombre es María Antonieta Cruz Aguilar, heroína de mil batallas.
¡Honor a quien honor merece! Pues, hoy en día, sigue al pendiente de todos, hasta como tierna abuela; al tanto de todo para evitar algún posible contagio de esta terrible pandemia. Por eso, hoy cierro mi perorata con esta frase: ¡Delenda est coronavirus! “Es menester destruir al coronavirus”.
Escrito por un amigo que siempre los recuerda con cariño. Es su gusto relatar sus vivencias, para muchos de ustedes desconocidas por estar unos años tan alejados de nuestra tierra.
Jorge Antonio López Hernández.
Ciudad de México, a 13 de Mayo de 2020.
Apreciado Jorgito, hoy que te conozco un poco más, mi aprecio y admiración es mayor.
ResponderEliminarAdmiro tu fuerza de voluntad para rencauzar tu vida y tu fidelidad para con tu esposa y tu familia.
Tu estilo dicharachero te hace muy peculiar.