Dardo Felipe Blanco Ricci. Un León Domesticado (11 de abril de 1939-23 de septiembre de 2020)

 
I

Huído de casa a los 8 meses.

Pipi, un bebé hermoso, de cabello dorado, tez blanca, regordete, estaba tirado en una zanja que corría a todo lo largo de la Calle Real de San Ramón, en San Cristóbal de Las Casas, Chiapas. Era el año 1939. Expectación de las señoras que lo habían sacado del lodo. Mientras con cariño le limpiaban la carita, se decía una a otra: “¿De quién será? Ya preguntamos a la Carmela y nos dijo que su hijito ai’stá en su casa. Ya fueron a decirle a la Lubia y tampoco es d´ella...”.

Doña Sergia, una señora alta y de buen volumen, tomó en sus brazos al pichito y le dijo a Tomasito, su nieto: “Andá  a preguntarle a la Pina”.

“Doña Pina, ¿No será de usté una criaturita que tienen allá las señoras?”.

La Pina respondió con toda seguridad: “¡No!, mi nene lo dejé durmiendo en mi cama…”. Dejó escurriendo la chamarra que estaba lavando y fue a su cama. ¡Cuán grande fue su sorpresa cuando entró al cuarto y no encontró nada!  Salió presurosa a ver y efectivamente era su niño. Ante la consternación de los vecinos, abrazó a su creatura y lo estrechó entre sus brazos…

Era ese un presagio de lo que sería mi vida de viajero incansable. Si sumo cada kilómetro, he recorrido en mis casi 82 años, en vehículos, autobuses, trenes, barcos y aviones de diversa clase, una distancia similar a poquito menos de once veces la redondez de la tierra, pues llevo acumulados 430,457 kilómetros…. en 34 países.

Nací en el barrio de San Ramón, un barrio pobre, abandonado, con solo una calle transitable, pues las otras se volvían lodazales impasables en tiempo de lluvia;  torrencial y persistente en ese entonces.

Un agiotista voraz había arrebatado a la familia de mi abuelita Chepita, su gran casa en la Merced y ella debió comprar una casita pobre entre las últimas del barrio. Allí se refugió Josefina, mi mamá con sus cuatro niños cuando tuvo que arrancarse de mi papá golpeador, quien no volvió a aparecer más en mi vida. Vivíamos en extrema pobreza. Mi familia me enseñó a leer y escribir cuando tenía cinco años; por lo mismo, todo el primer año de primaria fue de aburrición para mí. A los 12 años ya había concluido el primero de secundaria, cosa impensable en aquellos años.

II


El padre Raúl Mandujano, recién ordenado sacerdote, alto, un poco esquelético, de nariz afilada, llegaba a mi barrio en su bicicleta, a celebrar la misa de los domingos a las 5 de la mañana. Como yo era de los pocos que estudiaban en el vecindario, me pidieron aprender a “ser acólito”. Eso me enfiló al seminario donde Ruco me enseñaba cada sábado, durante varios meses.

“¿Querés entrar al seminario?”, me preguntaba de cuando el padre Raúl. Yo le contestaba con un “sí” descolorido que más bien era un desgarbado “no”. A finales de noviembre de 1951, me volvió a preguntar: “¿No vas a entrar al seminario?”. Yo, como siempre, le contesté con mi acostumbrado “sííí”. “Pero, ¿Cuándo?” –me inquirió. “¡Cuándo!, si ya mañana empiezan las clases...!. En ese momento me invadió una gran tristeza. Mi familia no se movería para dar los pasos a fin de que yo entrara en ese año.

Cuando llegué a mi casa y conté a mi familia lo dicho por el padre Raúl, mis familiares se rieron: “Ja, al seminario entran los niños buenos… p´a que vos seás como el padre Pancho, ese que saca la mano del confesonario y da cachetadas a uno… NO”. En efecto, yo estaba calificado en mi casa como muy rebelde y malcriado. Yo insistí, casi rogando a mi mamá y ella me dijo con mucha seriedad: “De verdá ¿Querés entrar al seminario?”.

Al domingo siguiente ya estaba yo presentándome tal como lo requería el seminario; como todo un catrín, con sombrero, corbata, saco y zapatos. Hasta aquel entonces, yo había sido el único descalzo en la  secundaria.

Me gustó el seminario; siempre fui feliz en él. Me autodiscipliné, a pesar de que varios cabrones compañeros me provocaban para faltar al reglamento. Pero yo era inflexible. Tomé muy en serio la disciplina.

Cuando, a los cuatro meses de haber entrado al seminario, volví a mi casa, era tal mi transformación (y yo sin percatarme de ella) que mi hermanita –la coshita– me decía insistentemente: “Pero, ¿Qué te hicieron Pipi? ¿Qué te hicieron?”. Al Final del año, junto con medallas obtenidas por las clases, iba tintineando sobre mi pecho al yo caminar, mi gran medalla de conducta de todo el seminario y en mis manos, mi gran diploma. Y así el año siguiente 1952 y el año después 1953…

A este chico majo pronto lo hicieron prefecto; y, de ahí p´alante, puros cargos directivos: Rector del Seminario Regional del Sureste, Vicepresidente Nacional de Seminarios, Rector del seminario de Chiapas, Vicario General de la Diócesis… Por eso, no tengo muchas diabluras para contarles de la vida del Seminario. Si acaso, una anécdota que me apena mucho: Estábamos todos en Comitán, camino a Tzimol, el lugar de vacaciones; me encargaron adelantarme a preparar no me acuerdo qué, pero me dieron un buen caballo. Yo tomé muy a pechos la encomienda y me fui a galope casi todos los 12 kilómetros que separan Comitán de Tzimol. Digo me apena, porque pude haber despechado ese caballo, pretado con tanto cariño por los habitantes de Tzimol. Era un caballo, brioso, bonito, fino.

En nuestro grupo (yo no había pasado por la previa peluta porque ya tenía el primero de secundaria) estaban los cositías o sea los “bonitíos” del Colegio del padre Carlos, de Comitán. Nos tocó ir abriendo brecha en los cursos: el 4º de Latín y los tres años de Filosofía. Luego se fue desmoronando el grupo y al final solo quedamos el mascafierro Gutmita y yo. A mí me mandaron a Montezuma, en Estados Unidos; y Gutmita siguió su camino todavía en el seminario.

A los dos años me mandaron a Roma y de eso les  voy a contar mucho más.

III

(Foto de dic. 5, 2019).
Vivir en Roma es fascinante, soñado, una experiencia única. Además, viví en un tiempo privilegiado; estuve del 1961 al 1965, conviví con dos Papas extraordinarios; ambos son ahora santos canonizados: San Juan XXIII y San Pablo VI.

Sería prolijo enumerar los cientos de museos, lugares culturales, villas romanas, ciudades y otras preciosidades que visité; las basílicas romanas donde, ya siendo sacerdote, celebré la misa; las catacumbas adonde con suma piedad y devoción llegué para honrar la sangre de los primeros mártires cristianos… Estuve siguiendo de cerca las batallas del Concilio Vaticano II y no me perdí ninguna de las ceremonias solemnes que involucran a gozosos peregrinos de todo el mundo. Aproveché la presencia internacional de compañeros llegados de todas partes del mundo para aprender o practicar las lenguas que luego me habrían de servir en mis afortunados viajes por América, Europa y Medio Oriente. Gracias a ello puedo hablar en cinco lenguas, además del latín y griego que Don Raúl se encargó de sambutirnos.

Viví gozosos acontecimientos, como mi emotiva ordenación sacerdotal. El ambiente conciliar (en el que muchísimos obispos pugnaban porque la iglesia, en su jerarquía y en su porte externo diera testimonio de pobreza), del que estaba imbuido, me venía muy bien para mi propia mística. Nunca olvidé mi procedencia de una familia pobre, de un barrio pobre, y sentía un deber mi servicio sacerdotal a los pobres. Por eso, los signos externos de mi ordenación recalcaron ese aspecto, para mí tan primordial. Mi cáliz tenía esta inscripción ÉL SE HIZO POBRE. Debajo de la patena puse estas otras palabras: PARTE TU PAN CON EL HAMBRIENTO. Y en mis tarjetas de ordenación: “LEVANTA DEL POLVO AL POBRE” y “ME UNGIÓ PARA EVANGELIZAR A LOS POBRES”. Quería con ello que no se olvidara mi origen; y que ser sacerdote no es un privilegio sino un servicio.

Viví con profundidad la ceremonia del jueves Santo de 1963 en la que el Paulo VI me lavó mis pies. Se me grabó mucho lo dicho por el Papa (recalcado tiempo después en un escrito); que la Iglesia debía consagrarse a ser la servidora de la humanidad; en el sentido de ser “sirvienta” de la humanidad. El espíritu en el Concilio, era que la Iglesia debía dejar los lujos y babosadas de ideas cortesanas y ser una iglesia pobre al servicio de los pobres. Esto pegó bastante entre nosotros, jóvenes estudiantes. Nuestro sacerdocio debía ser, igual a servicio y no puesto de privilegio.

Fui muy feliz años después cuando había dejado mis altos cargos y pasé a atender comunidades campesinas indígenas; aprendí mucho de estos sabios viejos curtidos de arrugas. Jamás cobré nada por mis servicios a los indígenas tzeltales, desperdigados por los ranchitos de la parroquia de Comitán, impulsando su liberación.

Durante 10 años muy intensos me dediqué con todo fervor a concientizar, levantar la autoestima, formar y organizar fieles de 29 comunidades de la zona campesina de Comitán. Muchas visitas, cursos intensivos, reuniones, profusión de materiales de formación; pero, sobre todo, intensa entrega y reflexión de la Palabra de Dios que nos habla y nos pide respuestas para transformar nuestra comunidad. De la reflexión y oración fueron brotando acciones sociales comunitarias; se fue consolidando una organización que poco a poco fue dando pasos hacia una politización que ya no podía ni me correspondía dirigir, tanto por no estar preparado para ello, como por no ser el campo de mi pastoral. Pero anhelaba que alguien honrado viniera a continuar ese camino.

Volviendo a mis tiempos de Europa: Mientras terminaba mis estudios en Roma, coordiné el aprovechamiento de mis vacaciones, precarias de recursos económicos, pero pletóricas de intrepidez, entusiasmo y creatividad. El 3 de agosto de 1962 inicié, en autostop (“aventón”), el cruce de toda Europa, de Sur a Norte: de Roma, Italia a Lovaina, Bélgica. De igual forma, regresé por otro camino, recorriendo Francia e Italia. Un año después, ya habiéndome ordenado sacerdote, comencé a salir a cubrir varias suplencias y pude ya comprar una moto Vespa usada. En ella recorrí y conocí muchos pobladitos cercanos a Roma y volví a hacer el mismo recorrido hecho en autostop el año anterior. A lo largo de estos años fui conociendo todos los países de Europa.

Se me presentó la oportunidad de viajar en un grupo de peregrinos a la Tierra Santa. Supliqué me dieran un “chancito” pues no alcanzaba a cubrir el monto requerido y me concedieron ir, pero sin darme camarote, en el barco que partía de Marsella en Francia a Haifa en Israel. Ningún problema descender al cuarto de máquinas, jalar un colchón y dormir en el suelo los cuatro días que duró la travesía.

¡Un encanto vivir intensamente en esos lugares santos llenos de amor a Cristo!

IV

(Foto de dic. 5, 2019).
En 1980, yo, anticomunista furibundo, sentía inquietud al saber que en Nicaragua se había llevado a cabo una Revolución en la que se habían implicado diversos sacerdotes y miles de cristianos activos. Para quitarme dudas, viaje a Nicaragua, en Estelí, donde un compañero mío de Roma era el obispo. Estaba fresco el fin de la guerra revolucionaria Sandinista (19  junio 1979). Se decía aquí en México que había sido una guerra de los comunistas.  Quería salir de la duda acerca de lo sucedido allí con la guerra y entender mejor el proceso de participación de los cristianos.

Estuve en esa diócesis tres meses conviviendo con mucha gente. Sorbí a la vez que la tristeza de cientos de madres que habían perdido a sus “cipotes” en la guerra, la honra de que sus hijos hubieran participado para barrer a la guardia asesina y masacradora.

Estaba aún viva la experiencia de lucha. En la boca de todos estaban las narraciones espontáneas de hechos heroicos. Se veía también ya las primeras conquistas de esa Revolución, como el lanzamiento de la Campaña de Alfabetización. 

Esta visita a Nicaragua me confrontó con una situación revolucionaria viva que cuestionaba mi formación anticomunista y causaba inquietud para mis ideas.  No ignoraba del todo este camino, pero el meollo de la cuestión no había sido aún comprendido por mí. Se me quitó la idea, propalada por todo el universo, de que ser comunista era sinónimo de ser ateo. Comprobé, por el contrario, la entrega de tantos sacerdotes muertos en combate, junto con muchos de sus feligreses. Igualmente los sobrevivientes: sacerdotes Ernesto y Fernando Cardenal, y Miguel de Scoto. Estaba igualmente el ejemplo de tantos y tantos miles de catequistas, servidores de la Palabra o laicos cristianos de convicciones revolucionarias, insertados de lleno en la lucha para obtener el triunfo. Mucho por ver, mucho por aprender, mucho por reflexionar… 

Me quedó claro: el comunismo no existe; el mote “comunista” se lo endilgan a quien lucha contra el capitalismo salvaje defendido por el enorme poderío militar de Estados Unidos. Pude tener contacto con muchísimos cristianos revolucionarios que lo mismo tenían el rosario en el cuello y proclamaban su fe en Dios y en su Hijo Jesucristo, que igual portaban un fusil revolucionario para defensa de su patria y de su gente pobre.

Fui y vi; y ya no me engañan.  Esta vivencia me fue calando hondo, hasta hacerme comprender que, para cambiar el mundo, eran magníficas la religión y la Palabra de Dios; y que para detener el neoliberalismo voraz que siembra la pobreza y la muerte por doquier, hace falta algo más.

No regresé igual que como llegué. Mi enfoque  pastoral empezó a ser hacia el amor concreto al prójimo, manifestado en obras de servicio social, en el avance de la misma comunidad y en apoyo fraterno hacia las otras comunidades. 

V

(Foto de dic. 2, 2019).

Lo siguiente, por ser largo de contar y muy importante para mí, no me cabría en estas cinco páginas. Prometo narrártelo detalladamente en un libro de 300 páginas, cuya edición avanza y aparecerá a finales de año.  Sólo te daré un avance.

Se me pidió ampliar mi servicio humanitario dado a los hermanos refugiados, a la gente implicada en la Revolución Guatemalteca. En mi  concepción de sacerdocio-servicio, eso encajaba como una consagración más a mis hermanos los más pobres de los pobres, pero debí hacer una profunda decisión. La hice muy conscientemente. Serví durante diez años combinando mi vocación religiosa en el día y mi servicio militante por la noche. Se trataba de proteger, acompañar y auxiliar a compañeras y compañeros llegados del interior, enfermos, embarazadas, heridos. Propiciar alimentación, traslado cuando era necesario y servir en las comunicaciones. Cuando el trabajo se tornó más intenso, para no implicar a la Diócesis (en aquellos tiempos muy atacada por el gobierno del momento), decidí esfumarme sin dejar huella. En 1992 me trasladé a Guatemala para dedicarme por completo a servir a mis hermanos. Era tiempo de guerra muy cruel y había de estar muy atento porque en ello iba la vida. A veces discreto, a veces camuflado, a veces clandestino. Allá estuve cumpliendo tareas: formación social y política en varias escuelas de cuadros y, una vez cesó la guerra y se hizo el Acuerdo de Paz, me integré ya abiertamente en la Fundación Guillermo Toriello, institución específica para apoyo a los desmovilizados de guerra. Allí fui coordinador de un Centro de Documentación y Legalización, cuyo objetivo era legalizar la situación de quienes no tenían papeles; la de su cónyuge, sus hijos y sus posesiones, por medio de documentos legales reconocidos por el gobierno, gracias a una ley especial. Yo coordinaba un equipo de tres abogados, un notario y siete promotores jurídicos; al final, documentamos a casi 3,000 personas. Legalizarles sus áreas productivas, dar diversas asesorías en asuntos civiles, asesorías legales, legalización y documentación de sus tierras, defensa de sus derechos humanos.  Asesoría para exhumaciones y recuperación de familiares fallecidos, y asesoría en casos penales. Simultáneamente estuve dedicado a la búsqueda de muertos y desaparecidos.

Eso lo hice durante los 23 años que desaparecí de Chiapas. Y aquí sigo.

(Publicado originalmente el 21 de julio de 2020. Felipe comentó haberle costado trabajo resumir su autobiografía inédita de 300 páginas en 5 páginas. M.M. )

Comentarios

  1. ¿¡Qué puedo decir!? FELICIDADES don Felipe.
    Y me apunto para comprar tu próximo libro autobiográfico. Ojalá me permitas el mismo honor que me obsequiaste con "Las Mil y Una Mujeres". Tan, tan. Rmt.

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