José Guillermo Guillén Martínez. Recuerdos

Corría el año de 1953, cuando vio la luz primera el niño que por nombre le pusieron José Guillermo de apellidos Guillén Martínez.

         Mi infancia se desarrolló en el pueblo de Comitán de Domínguez, Chiapas, entre juegos y travesuras, junto con mis seis hermanos, todos hombres; mis primos y decenas de niños traviesos de la cuadra, donde hacíamos de las nuestras y juntábamos varios equipos retadores para jugar futbol, ya que en ese entonces en las calles no transitaban muchos coches. Los vecinos nos tenían miedo pues éramos tremendos todos juntos, quebrando vidrios y manchando fachadas con las pelotas llenas de lodo. Nuestra calle era empedrada y no tenía asfalto en ese tiempo; y, cuando llovía, ya se pueden imaginar cómo terminábamos todos los niños traviesos que allí jugábamos .

      Nuestra principal diversión era brincarnos a los traspatios a robarnos las frutas de temporada y de donde los verdaderos dueños nos echaban a los perros y nosotros felices pues todos los perritos de los vecinos eran amigos nuestros ya que jugaban junto con nosotros así que no nos asustaban.

Recuerdo con mucho cariño mis años por el Colegio Mariano N. Ruiz de tantos recuerdos en donde nos enseñaron a respetar a nuestros mayores y nuestros mentores; nos aplicaban sus castigos de aprendes o aprendes. Fueron años maravillosos junto con tantos compañeros de tantos recuerdos.

       Había una tiendita que camino a la escuela nos quedaba de paso y era atendida por una ama de casa muy querida por todos los pupilos de ese entonces de nombre “Elenita” y cariñosamente le decíamos “Doña Elenita del hoyo”, ya que justo en su banqueta existía un agujero por donde se iba el agua cuando llovía, y Doña Elenita le pasábamos a dejar 20 centavos (las famosas Josefitas) de aquellos años maravillosos y saliendo de la escuela salíamos corriendo para ir a la tiendita de Doña Elenita del hoyo, para que nos diera una cazueleja con agua de temperante  por los 20 centavos que pasábamos a dejarle de entrada a la escuela. Lo sorprendente de esto es cómo se acordaba de quién le pasaba a dar sus 20 centavos, ya que éramos muchísimos niños que pasábamos a dejarle nuestra moneda o fingía demencia o era muy bondadosa para darle de tomar y beber a tanto niños. Un recuerdo que hasta hoy en día llevo en la mente y donde quiera que se encuentre Doña Elenita del Hoyo, mi gratitud y cariño.

           En esos años nace la idea de ser monaguillo en la parroquia de Santo Domingo de Guzmán de mi pueblo querido y donde era el párroco monseñor Carlos J. Mandujano García. Él era también el director de nuestra querida escuela primaria; y el sacristán de la iglesia era un señor de nombre Abelardo, quien nos daba unos coscorrones pero con ganas cuando hacíamos travesuras ya que los que estábamos como monaguillos ideábamos robarnos el vino de consagrar para ver que se sentía tomarlo pues teníamos la idea que el padre se lo tomaba con muchas ganas y creo que de allí nos nace la idea de irnos al seminario para ver si podíamos llegar a ser como los padres.

      Corría el año de 1966 cuando por decisión propia decidimos irnos al seminario y digo irnos pues mi hermano  Jorge López Hernández y este servidor nos presentamos juntos en el semanario. Me acuerdo de que mis padres nos llevaron a la ciudad de San Cristóbal de las Casas, donde se encuentra el seminario. Fue algo inesperado ya que, cuando me encontré solo y con muchos hermanos desconocidos, me dio el “mal del Jamaicón” (la añoranza de la casa)  y llore y llore por espacio de dos semanas hasta que se me acabaron las lágrimas y no tuve otro remedio que, pues, ¡a entrarle!

VALERME POR MÍ SOLO

El primer año fue de aprender a valerme por mí solo y a convivir con nuestros compañeros muy queridos. Nuestras primeras enseñanzas fueron muy apreciables, ya que nuestros mentores, muy apreciados, nos enseñaron  a valorar la vida; y quiero rendir un homenaje a ellos por tantas enseñanzas tan valiosas. ¡Donde quiera que estén, mis más cumplidas gracias por todas sus enseñanzas!  (No quiero nombrar a todos, pues no deseo se me escape algún nombre, ya que la memoria empieza a fallar, ja, ja, ja).

     Ese primer año de mi estancia en el Seminario Conciliar de San Cristóbal, fue una experiencia única, pues estaban compañeros de las tres diócesis de Chiapas: Tuxtla Gutiérrez, Tapachula y San Cristóbal de las Casas. Ya se imaginan convivir con todos los compañeros que habitábamos en el Seminario, fue una experiencia única que no cambio por nada pues muchos compañeros inolvidables tales con el buen hermano sacerdote JOSE LUIS AGUILERA, quien en ese primer año fue mí mejor amigo porque no llevamos muy bien.

       Y después de muchos años en la primera vez que tuve la oportunidad de asistir a la magna reunión en el año 2018 no volvimos a encontrar después de 50 años de no vernos; y ya sé imaginaran el gusto que nos dio vernos; al padre Aguilera lo recuerdo con mucho cariño, así como a todos los compañeros, quienes tuvimos la suerte de estar juntos en aquellos años gloriosos. Al cabo de un año, se acabó el encanto, pues hubo la separación de las diócesis; después de ser muchos nos quedamos unos cuantos y se notaba su ausencia; después, a unos los mandaron a otros colegios y fuimos quedando muy pocos.

       De cuando estábamos todos juntos, recuerdo muy bien las vacaciones y las idas a Tzimol o a Socoltenango en donde la gente nos recibía con un gran cariño. En esas poblaciones nos divertíamos de lo lindo con los paseos y las obras de teatro que montábamos. ¡Qué momentos aquellos! ¡Quisiera regresar el tiempo para recordar nuevamente esos pasajes inolvidables!

      La convivencia que allí se daba era de lo más lindo, pues todos teníamos alguna tarea para entretener a tantos niños y niñas que querían vernos para recibir clases de catecismo y algún juego gracioso.  

TRAVESURAS

Recuerdo también que, a la hora de tomar nuestros alimentos en ese comedor gigantesco, teníamos que escuchar a quien  leía algún pasaje de la biblia en el pulpito del propio comedor. Si nos tocaba servir las viandas a la hora de desayunar, comer o cenar, el prefecto podía preguntarnos algo de la lectura; si no pusimos atención, teníamos un castigo y puntos malos. Pero, como éramos muy traviesos, nos desquitábamos a la hora de irnos a dormir, aventándole las limas y los limones robados en la cocina.

Robar frutas de la cocina mientras las monjas rezaban su rosario era toda una travesura. En el torno que separaba el comedor de la cocina, metíamos al Jorgito López ya que era muy pequeño y cabía perfectamente en él; nos pasaba plátanos, manzanas, panecitos de los padres, cuyas viandas eran muy ricas; en cambio, las nuestras no tanto, ya que los frijoles normalmente contenían “carne” o sea gorgojos. Todo lo que nos robábamos lo íbamos a comer a la azotea de la capilla, donde nadie nos veía; y nosotros, a todo dar, dándonos un banquete. Aparte, fumábamos nuestros cigarritos, los famosos Faritos, de muy bajo costo, ya que en ese entonces no contábamos con mucha plata.                                   

       Me acuerdo también que nos brincábamos las ventanas para escaparnos del seminario e ir al colegio de las niñas y echarle un ojo a las muchachonas o, de plano, vernos con la novia para dar la vuelta y platicar en algún lugar donde creíamos no pasaría ningún padre; pero estábamos equivocados, ya que en más de una ocasión me llamaron la atención los padres Bulmaro y Cecilio Baraibar. Bulmaro, me acuerdo muy bien, me dijo que lo pensara muy bien si seguía en seminario o me dedicara a otra cosa; Cecilio me encontró muchas veces y él nada más meneaba la cabeza como diciendo “para que los regaño si mañana lo van hacer de nuevo”; un día platicando con él, así me lo hizo saber.

      También, me acuerdo, nos brincábamos por las ventanas para irnos a comer una rica torta de queso con chile en escabeche que nos preparaba la “tía” en su tiendita enfrente del seminario; platicábamos con su esposo, que era zapatero, y nos pasábamos unas tardes inolvidables, pues nos tomábamos varios caballitos de  aguardiente, preparados por el tío; sólo él sabía dónde estaba la garrafita en la trastienda. ¡Imagínense! Cuando queríamos volver al seminario, ya no podíamos brincarnos por la ventana porque las fuerzas se nos acababan con los traguitos. Después de varios intentos, con la ayuda del tío, podíamos brincar la ventana. ¡Nos andaban buscando, pues era la hora de la misa!

AÑOS MARAVILLOSOS

      Varios compañeros, internos y externos, de muy grandes recuerdos tuvimos la fortuna de fundar la gloriosa Secundaria Técnica “Las Casas”. Ellos no me dejarán mentir; fue algo extraordinario formar parte de esos años maravillosos. Además, tuvimos la suerte de contar con muchos maestros muy queridos y muy buenos. Doy gracias a Dios de haber tenido la fortuna de estar en esa secundaria en donde no enseñaron los valores y las buenas enseñanzas aprendidos.

         También me acuerdo que en los baños de la División de Menores, varios compañeros nos divertíamos poniendo electricidad a las tasas y, cuando los compañeros iban a sus necesidades fisiológicas, les dábamos unos toques y se les quitaban las ganas; y nosotros en las ventanas muertos de risa.  

     Recuerdo asimismo que, cuando nos tocaba servir en el comedor de los padres, en donde se servían unas viandas muy buenas, aprovechábamos para guardar los panecillos que no se comían ¡y nos dábamos unos banquetazos! También viene a mi mente cuando los jueves, día de descanso, nos íbamos de paseo ya sea al Arcotete o a Zinacantán. En este último lugar, una vez que estábamos listos para comernos nuestra torta de papa con chorizo, a plena luz del día, cayó un rayo muy cerca de donde estábamos; salimos corriendo muy asustados, pues el trueno fue fortísimo y hasta unos animalitos también salieron corriendo despavoridos.

    Como olvidar el school bus, obsequio de los estadunidenses que vinieron hacer unos estudios a las etnias indígenas de Chiapas. Ese vehículos y El Burro no pudieron regresarlos a Estados Unidos y los donaron al seminario.

Para sacar el camión del garaje le sudábamos, tirando más de una teja de las casas vecinas. Cuando íbamos a salir de viaje, me pedía el padre Baraibar irle a cargar gasolina; hecho eso, nos íbamos a dar una vuelta por el centro de San Cristóbal y sus barrios, donde apenas cabía el camión. Mis acompañantes en estas travesuras me “echaban aguas” con los postes y banquetas para dar las vueltas en las tan apretadas calles pequeñas calles de Sancris. Cuando regresábamos con el camión, ya nos esperaba el conclave de sacerdotes para la regañada por la tardanza; pero nos valía, porque en la siguiente vez hacíamos lo mismo.

GRATITUD

        También, monseñor Raúl me invito para que todos los sábados lo llevara a Comitán en su vochito, pues ya le costaba un poco de trabajo manejar. Como sabía que yo manejaba, me pidió el favor y yo, ni tardo ni perezoso, lo llevaba para ayudar a su hermano monseñor Carlos J. Mandujano García con la celebración de las misas. Un día, después de rezar el rosario y antes de llegar a Teopisca, se durmió ¡y que le meto la pata al acelerador! Para cuando despertó, ya estábamos en Comitán; “¡Que bárbaro, vos Cueza! Te viniste echo la mocha”, me dijo; yo le comenté: “No,  padre; nada más tantito; no pasó nada, tranquilo; además, usted viene conmigo”. Desde esa vez, no se dormía; nada más venía observando el velocímetro; no le gustaba la velocidad.

         En otra ocasión, me dijo el padre Raúl: “Oí, voz Cueza, ¿no me lavas el coche? Al rato me voy a Comitán: pero, esta vez no iras tú; me voy con el padre Bulmaro”. Por supuesto, acepté. Me da sus llaves y me voy a darme una vueltecita por Sancris. Regresé, lavé el vochito, le entregué sus llaves, me fui a hacer mis tareas cotidianas y me olvidé del asunto. Pero, el lunes, me llamó, y yo pensé “me pedirá lavar nuevamente su coche”; cual va siendo mí sorpresa que me dijo “Vos, Cueza; ¿cuántos kilómetros hay de la cochera a la toma de agua del estacionamiento?”; y yo, todavía fingiendo demencia: “¿Kilómetros? No, padre; son metros”; entonces, replicó: “¿por qué tiene 30 kilómetros más de los que tenía el velocímetros? ¿Qué hiciste?”. No me quedó más remedio que decirle la verdad. Era muy observador. ¡Que en paz descanse!

       También, recuerdo con mucho cariño las veladas de teatro organizadas al fin de año para agradecer a los bienhechores del seminario y a nuestras familias. ¡Una remembranza muy bonita!

        Finalmente, quiero expresar mi gratitud a todos los sacerdotes, maestros y maestras; y dar gracias a Dios y a nuestra Madre Santísima por haberme permitido estar en el seminario y por conocer a tantos seres humanos, tan buenos y tan especiales. Todos, de alguna u otra forma, ayudaron a formarme como ser humano, como hombre y como cristiano; Sé que aún tengo la dicha de contar con su amistad en este gran grupo de HERMANOS CALCONTAS.

         A grandes rasgos esa es mi pequeña reseña por mi paso en el SEMINARIO CONCILIAR DE CHIAPAS, EN SAN CRISTOBAL DE LA CASAS, CHIAPAS.

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